sábado, 28 de febrero de 2009

NADA



NADA
(Por Gina Martínez-Vargas Araníbar)

Después de unas pocas copas en aquel bar de Rocafort de L'eixample, me embargó una especie de somnolencia de las que suelen propiciarme los licores espirituosos y efervescentes, esas bebidas a las que recurro con cierto placer en ocasiones contadas, porque su milagro es transportarme con velocidad de sprint hacia algunos mundos lejanos, cuyas rutas desconozco y a cuyas puertas parezco llegar sin dilación ni obstáculos. Me es increíblemente seductor el hecho de poder desaparecer de allí sin haberme movido un centímetro, será por esto que a mi los bares de copas me llaman un tanto la atención, por ser en cierto modo prohibidos para los débiles, alucinantes, y por pertenecer a ese tipo de viajeras divagantes, que ansían con cierta deliberación traspasar esos caminos y franquear esas puertas prohibidas. Al parecer hasta aquellos suspiros ebrios, burbujeantes y trémulos, que suele provocarme el alcohol, son un síntoma inequívoco de haberme llegado a la testa, que sus efectos, en mi caso, hasta mefíticos de ceniza y gas, son razón de una fuga necesaria y en el mayor de los casos, —lo he supuesto yo—, hasta eficaz para mi vida. Ser muy conciente de sí misma, de cada acto, de cada palabra y momento, resulta a veces agotador y este tipo de fugas, me parecen el mejor pasaporte para explorar otras realidades o por lo menos el placer de realizar una expedición súbita, no premeditada, preñada de sorpresas, que propulsa a poder reírse de sí misma con cierto espíritu deportivo y siempre en plan de quitarle hierro a cualquier asunto serio que pueda ser o parecerlo. Puede surgir no obstante, el único peligro que he llegado a conocer en un bar de copas, embriagarse también de una cierta melancolía y llegar a tocar una especie de exquisito malestar por esta razón, la persecución de ese signo pretérito y recóndito y las escaramuzas que tengamos que lidiar aún se ven aflorando entonces con una cierta facilidad, pero creemos eludirlos por otros dédalos, atravesando otras puertas, otros laberintos y accesos perentorios, hasta lograr ver algún parpadeo de luz al final de tan intrincado túnel, o no verla hasta sumirnos en la completa oscuridad.

Al salir del bar una suele encontrarse en alguna encrucijada de calles anodinas y borrosas parecidas a los sueños, a veces te ves tomando una de ellas y es la correcta y otras no. Aún con excesiva conciencia de sí misma y un anhelo ferviente de hacer las cosas bien, equivocarse de calle e ir descubriendo más tarde que aquella no debió ser tu ruta, puede ser lo normal. Pero lo ves como un flashback, te vuelves a ver en aquella encrucijada, pero algo te dice que el destino o el azar han prefijado tu camino y hasta te sientes capaz de sobrellevar ese destino sobre los hombros…Es una mera resignación. ¿Quién quiere cargar esa cruz?... Nadie.

A mi esas escaramuzas me han azotado como sucesivas ráfagas de un pretérito, que te quitan el aire y el aliento, su brillo submarino te va robando el fascinante cromatismo de los días, lo decía la escritora Patricia Highsmith en “El Talento de Mister Ripley”: “No desearíamos guardar el dolor para la luz del día”, por ello quizás nos adentramos en el museo de cera de la memoria, vamos hacia sus oscuras profundidades, a realizar ciertas reconstrucciones imposibles, hasta hallarnos quizás como estatuas derribadas de nosotros mismos, seres de postguerra y escaramuzas libradas a solas y a conciencia, para descubrirnos después entre las sombras de lo que ya no existe, tras la ausencia de todo: la nada.

Sin embargo allí parece afirmarse y cobrar vida el resplandor tenaz de una cierta esperanza, creyendo que algo permanecerá, un mechón de pelo, una foto desvaída, unos átomos en la habitación donde exhalamos nuestro último aliento, el encuentro con un regalo inesperado y olvidado casi por el tiempo y la memoria, una luz desencantada en la mirada, hasta quedar quizás con un aire melancólico y una vaga constricción, retomar la conciencia de andar nuestros propios pasos, de seguir a nuestra propia sombra cada noche y sin querer tener ya un humor sardónico, casi despectivo e irónico de lo que fue o pudo ser.

Algunas veces he preferido quedarme en la estación espacial de la luna, donde los recuerdos son vagamente luminosos, donde te asaltan los dilemas si fue ayer o nunca fue, donde al parecer no había pasado nada, donde una memorable nada bañaba su atmósfera y donde parece alzarse de las profundidades, una gran marea, como si se hubiese removido algo ahí abajo…Y cuando me veo andando como si nada, y siento la gran indiferencia del mundo, sé que nos ha invadido y vencido irremediablemente el peso del tiempo y de la nada.

Barcelona, septiembre, 2008