sábado, 28 de febrero de 2009

EL CAFÉ DE LOS ADULTOS



EL CAFÉ DE LOS ADULTOS
(Gina Martínez-Vargas Araníbar)

Cada tarde después de la sobremesa, en la pesadez del clima tropical y después de cada comida, la campanilla de mis tías abuelas sonaba para llamar al servicio, a que trajese los cafés para la sobremesa de costumbre. Era una sobremesa al parecer apacible, cargada de contenido para los adultos de la familia, que tenían cosas que decirse y se prolongaba hasta entrada la tarde. Yo, que era pequeña entonces, debía abandonar la mesa y buscar otras formas de expresión para esas horas, por ejemplo jugar con mis hermanos o con los hijos de la cocinera o con mi prima Carmen Julia, con quien siempre los juegos terminaban mal, en peleas repentinas o extrañas artimañas de reconciliación para volver a jugar otra vez.

Alguna sobremesa cansada de estas tretas, de los juegos, de las horas de la digestión, de mis compañeros de juego o de las ausencias de mi madre, me quedé allí en medio de los adultos de la familia, en medio de sus inspiradas charlas de café de sobremesa, mirándolos e intentando comprender sus razones y su gusto por permanecer allí reunidos y fue cuando mi madre me sirvió el primer café de los adultos, invitándome a quedarme en esa mesa, era negro y ella lo puso muy dulce, como para una niña de mi edad, que no llegaba a los cinco años siquiera.

Aquel primer café de mi vida compartido en la gran mesa familiar, arrullado por las charlas apacibles e interesantes de los adultos, tuvo el sabor perenne de las tardes, de la soledad de los páramos, de los momentos dulces y solitarios, que conforman una vida; el mismo sabor inconfundible que aún suelo reconocer de adulta en el paladar cuando me sirvo un café. Un café muy dulce como aquel me remonta a esa tarde de sobremesa, cuando fui invitada a compartir con los adultos a una de sus inspiradas e interesantes charlas de sobremesa. Quizás mi mente estaba perdida en alguna fantasía infantil, pero el sabor dulce y negro de aquel café, se quedó en mi sangre, en todas mis tardes de cafés en las que aspiro compartir charlas y momentos dulces; aún en un mundo lleno de cosas fugaces y efímeras, es bueno saber que algunas cosas permanecen y se quedan para siempre.

Comprendo el recuerdo perenne de un Marcel Proust al comerse una magdalena inolvidable (1), aquella que representa quizás a todas las que te puedas comer después; así para mi, ese único café con los adultos, fue a representar a todos los innumerables cafés que me he servido a lo largo de mi vida. Nunca sabes cuando un primer sabor se te quedará para siempre en la memoria sensorial, cuando la sinapsis neuronal se fija y se refuerza después con las sucesivas experiencias o sensaciones, cuando un primer atisbo de sabor va a representar después, esa marca, esa huella imborrable en tu memoria, ese único y primer milagro de lo que fue o lo que será. Es algo que no está supeditado al tiempo o a la edad, está más allá del tiempo y del espacio, se circunscribe a la naturaleza misma de las cosas, a las circunvalaciones y espirales que van de lo finito a lo eterno dentro de cada ser.

Barcelona, 22 de junio 2008.

(1) “En Busca del tiempo perdido” (Marcel Proust)