TOLSTOI Y YO
(Rosa de Lera)
Primero me desprendí sinuosamente de la falda de terciopelo, que se deslizó por mis caderas hasta caer al suelo. Desabroché los botones de la blusa y la dejé sobre una silla, junto a las medias de encaje, todavía húmedas. Los zapatos de charol tuve que dejarlos en el pasillo, porque el barro los había cubierto casi totalmente. En cambio la ropa íntima quedó colgada junto a la estufa para que se secara durante la noche. Fuera las gotas de lluvia golpeteaban febrilmente contra los cristales de las ventanas, que estaban desencajadas y no pude cerrar.
Lentamente me introduje en la vieja cama. Mi piel desnuda se estremeció al entrar en contacto con las sábanas tanto tiempo deshabitadas. Pero poco a poco la palidez de mi rostro y de mis manos fue recobrando su habitual tono sonrosado, a medida que él hizo su aparición. Era una relación muy extraña, yo estaba totalmente “enganchada”, no podía dejarle, pero al mismo tiempo mi cuerpo se dejaba llevar por el sueño, que se proclamó vencedor. Sin embargo, él también me acompañó al paraíso onírico, donde juntos pudimos culminar nuestra maravillosa pasión, ya que él se hacía hombre y con su tonante voz y sus ojos rientes me hacía sucumbir de emoción. Por eso, al despertar con una luz cítrica procedente de la entreabierta ventana, comprobé desilusionada que me había vuelto a quedar dormida leyendo aquel manoseado volumen de Guerra y Paz. Lo cogí entre mis manos con mucho cuidado y con una mirada pícara desee que llegara pronto la noche para reencontrarme con Rostov, Pierre, el Príncipe Andréi y los demás.