domingo, 6 de febrero de 2011

CARCASSONNE: EL VIAJE CIRCULAR



CARCASSONNE: EL VIAJE CIRCULAR
(Por Gina Martínez-Vargas Araníbar)

En el verano del 97 me fui de aventuras por Francia, era un hecho al azar volver por segunda vez al Castillo de Carcassonne. —regresé por tercera vez el año 2001— .Aunque tuviera los puntos en el mapa a donde debíamos llegar, Carcassonne estaba fuera de las probabilidades. Mi compañero de viajes F* y yo nos turnábamos al volante, de modo que así nos aliviábamos del cansancio de un viaje siempre fascinante y motivador.

Inadvertidamente y oyendo en el mp3 “Las Mejores 40 Canciones de Aznavour”, llegamos de día al precioso Castillo de Carcassonne, amurallado según se dice por los romanos por el año 100 a de C. y quienes lo fortificaron en la cima de una colina muy alta, más tarde los visigodos construyeron más fortificaciones. Está apenas a unas 3 horas de la ciudad condal, Barcelona y a unos 276 kilómetros de casa. Me fascinó ver el gris azulino de las cúpulas imponentes y bellamente conservadas de sus torres, igual que la primera vez y desde ese momento amé el misterio oculto y espectacular del mundo medieval, mi mente era un torbellino de emociones, tenía ansiedad por perderme en su mítico encanto seductor. Si tras los viajes yo llevaba el instinto de perderme a mi misma, esta vez lo conseguí.

Desde el puente del río Aude contiguo a la ciudad moderna de Carcasonne, recuerdo le hice la primera foto que aún conservo más en la memoria que en el papel de entonces, mientras mi compañero de viaje se sentó en el muro empedrado del puente, aguardando disparara con la cámara desde el ángulo más correcto. Esta vez no hicimos fotos, aparcamos delante y buscamos el portón.



A la entrada del gran Château, había una multitud de personas y me fijé en aquel saltimbanqui con aspecto de faquir, que lanzaba unas bolas hacia arriba haciendo malabarismos pretenciosos y exactos sin que cayera ninguna, era el efecto de la vida moderna y una manera actual de mendicidad, porque la gente le ponía monedas por el divertimento cada vez más arriesgado, al pasar por esa gran entrada. Pero mi emoción por descubrir el Carcassonne era singular y pasamos olvidándolo casi todo.

El Gran fortín de la cité, antiguo, de doble amurallamiento contiene en su interior la magia y la vida de otra ciudadela vibrante de actualidad, con sus tiendas de souvenirs, sus restaurantes, sus hoteles y toda clase de comercios imaginables en cualquier ciudad francesa de hoy, mercados de flores y frutos al paso, tanto que por ratos llegábamos a olvidar que estábamos recorriendo las calles interiores del Carcassonne. A veces deseando recuperar el antiguo encanto medieval, salíamos y nos retirábamos hacia extramuros de la ciudadela moderna, en busca de aquellas almenas y perseguíamos en largos paseos lo añejo, lo imaginado; y tocando esa concéntrica estructura pétrea, intenté tener por unos instantes el poder de la dermóptica en las manos, y cerrando los ojos apenas fui capaz de imaginar la aparición de algún caballero medieval con armadura o alguna damisela con su traje de época, la ceñuda testuz de algún guerrero, reflejada en sus gritos de guerra: ¡¡Voilà, tirez sur les ennemis!!, o los amores y los celos que despertaba alguna cortesana ligerita de cascos entre las murallas del Castillo. En su densidad granítica y muda se esconderían historias singulares y pasadas que llenarían algunos libros y mentes caballerescas de febriles e intrincados laberintos…De pronto cuando creía haberme aislado lo suficiente como para ejercitar la reflexión en estas cuestiones, apareció F* muy risueño por allí, que andaba ex profeso perdido como yo, acariciando seguramente sus particulares historietas del medio evo, anticipándose a la guerra o avistando a enemigos desde las almenas.



Era verano y apretaba un gran calor de los de antes del gran cambio climático, aún soportables, aunque realizar ese recorrido es arduo y excitante, por la cantidad de personas que siempre visitan el gran castillo de Carcassonne, es como una gran marea humana, turistas de todas partes de Europa y el mundo, subiendo o bajando calles, tiendas atestadas y un fluir constante de viandantes, las terrazas llenas de comensales deleitándose con la música de algún organillero advenedizo, en espera de unos francos saltarines, mientras suena, el clásico e inconfundible: “Sous le ciel de París” llenando el ambiente de un francófono subido. Por suerte, al medio día, antes de tomar los hábitos y la rigidez de los veganos vegetarianos, pude disfrutar de La Cassoulet, plato típico de la región de Langedoc y media Pirineos…De la mano de un sommelier degustamos los vinos más nobles de la región, que se elaboran en Cobardes, Fitou, Corbières, Minervois y Limoux. Y desde la chapel , ennegrecida por el tiempo, dos gárgolas colgadas en la cima, parecían entonar las letanías del tiempo y de la vida ida.

Antes de ingresar a la Basílica de Saint Nazaire Celso, nombre por demás tan familiar por pertenecer a mi abuelo materno, fuimos a hacer unas cuantas compras para llevarnos recuerdos de Carcassonne. Fue recorrer tiendas e ir escogiendo el adorno más chulo y simbólico para el salón de casa, adorno que aún subsiste pese a las mascotas que se pasean por cualquier rincón de la casa, jugando, persiguiéndose o haciendo gamberradas.

Fue un gran frescor ingresar a la Basílica de Saint Nazaire Celso, porque sus gruesos muros de piedra daban una sensación de alivio que contrastaba con el tórrido e inclemente calor estival que se sentía afuera, de paso nos sirvió de excusa para asistir a la misa que se celebraba en ese momento.


Más tarde relacioné cosas de ese viaje. Ya estando en la bella ciudad mediterránea de Marsella, fue el calor veraniego el que nos llevó a cobijarnos nuevamente en la Iglesia Catedral, cerca al barrio de la Joliette, Boulevard de Dunkerque, que mira hacia ese mar marsellés tan azul y tan bello, donde se rescataron indicios de los restos del avión y autor de “El Principito”, Antoine de Saint Exupery. Fue allí donde urgidos por el fuerte calor estival oímos misa también. Un sacerdote rubicundo lleno de un fervor enardecido predicaba en su francés más castizo y provenzal una y otra vez, La Charité, que parecía ser la palabra básica y central de su discurso, aguantamos el tirón pacientemente casi a las afueras porque estaba atestada de gente, al concluir esa misa, vimos con cierta sorpresa al mismo sacerdote rubicundo y sin quitarse la estola, salir hacia afuera a darse un baño de multitudes, donde la concurrencia estaba de pie, entonces inesperadamente salio una mujer de entre el gentío y alargándole una mano le pidió unas monedas para paliar su hambre y su sed, —en momentos previos todos contagiados por el pregón enardecido del sacerdote, habíamos dado unas monedas al pasar las monjas taciturnas e inocentes, alargando los sacos de la recolecta—, y oímos replicar al buen hijo de Dios, dueño de la palabra “charité”, decir con un gran cinismo increible: “D’Argent?. Je n’ais pas d’argent”. Entonces pensé que había tenido mucha suerte de oír el discurso del “buen samaritano” y que todas las religiones están tan podridas de hipocresía que daba vergüenza suponer que se pertenece a alguna porque nos bautizaron de pequeños en alguna. Como hilo conductor, un automatismo de mi memoria relacionó al clochard, malabarista y saltimbanqui de Carcassonne, intentando ganarse dignamente el pan, a fuerza de intrincados juegos, al organillero ingenioso y con oído musical, quien se jugaba el tipo por unos francos saltarines, porque el mundo de Dios había perdido la ilusión de soñar y de vivir entre los hombres.

Barcelona, 04 de febrero de 20011.