miércoles, 23 de febrero de 2011

LOS CAUTIVOS DE LONGJUMEAU


LOS CAUTIVOS DE LONGJUMEAU
(Léon Bloy)

El Postillon de Longjumeau anunció ayer el fin deplorable de los dos Fourmi. Esta hoja, recomendada con justicia por la abundancia y la calidad de sus informaciones, se perdía en conjeturas sobre las misteriosas causas de la desesperación que llevó al suicidio a este matrimonio que todos creían feliz.

Casados muy jóvenes y siempre como al día siguiente de sus nupcias desde hacía veinte años, nunca habían abandonado la ciudad ni un solo día.

Aliviados por la previsión de sus autores de cualquier problema monetario que pudiera envenenar la vida conyugal, ampliamente provistos -al contrario- de todo lo necesario para aderezar este tipo de unión legítima sin duda; pero tan poco conforme a ese deseo de vicisitudes amorosas que ordinariamente atormenta a los versátiles humanos, realizaban a los ojos del mundo el milagro del cariño a perpetuidad.

Una bella tarde de mayo, el día siguiente a la caída de M. Thiers, el tren les había traido con sus padres, venidos para instalarlos en la deliciosa propiedad que debía proteger su dicha.

Los longjumelinos de corazón puro habían visto pasar con ternura a esta bonita pareja, que el veterinario comparó sin vacilar con Pablo y Virginia.

En efecto, estaban ese día realmente bien y recordaban a los pálidos hijos de gran señor.

Maître Piécu, el notario más importante del cantón, les había adquirido, a la entrada de la ciudad, un verde nido que los muertos les habría envidiado, pues debemos reconocer que el jardín hacía pensar en un cementerio abandonado. Este aspecto no les disgustó, sin duda, ya que no hicieron ningún cambio y dejaron crecer los vegetales en libertad.

Por servirme de una expresión profundamente original de maître Piécu, vivieron en las nubes, sin ver casi a ninguna persona no por malicia o desdén, sino porque sencillamente no pensaron en ello jamás.

Considerando la brevedad de la vida, habría sido necesario desenlazarse algunas horas o algunos minutos, interumpir los éxtasis; estos esposos extaordinarios no tuvieron el valor.

Uno de los más grandes hombres de la Edad Media, maître Jean Tauler, cuenta la historia de un eremita a quien un visitante inoportuno vino a pedir un objeto que se encontaba en su celda. El ermitaño se vio en la obligación de entrar en su aposento para cogerlo, pero nada más pasar se olvidó de qué se trataba, pues la imagen de las cosas exteriores no podían permanecer en su espíritu. Salió, por lo tanto, y rogó al visitante que le dijera lo que quería. Éste renovó su petición. El solitario volvió a entrar, pero antes de coger el objeto, ya lo había olvidado. Tras muchos intentos, se vio en la necesidad de decir al inoportuno: -Entrad y buscad lo que queréis, pues no puedo guardar vuestra imagen en mí el tiempo necesario para hacer lo que me pedís.

El señor y la señora Fourmi me han recordado con frecuencia a este eremita. Con gusto habrían dado todo lo que le pidieran si se hubieran podido acordar de ello un solo instante.

Sus despistes eran famosos: hasta en Corbeil se hablaba de ellos. Sin embargo, no parecían sufrirlo y la "funesta" resolución que ha terminado con sus existencias, generalmente envidiadas, debe parecer inexplicable.

***
Una vieja carta de aquel desgraciado Fourmi, a quien conocí antes de su matrimonio, me ha permitido reconstruir de forma inductiva, toda su lamentable historia.
Hela aquí. Posiblemente se constate que mi amigo no era ni un loco ni un imbécil.

"... Por décima o vigésima vez, querido amigo, te faltamos a la palabra. Es excesivo. Cualquiera que sea tu paciencia, supongo que debes estar cansado de invitarnos. La verdad es que esta vez, como las anteriores, no tenemos excusas, ni mi mujer ni yo. Te habíamos escrito para que supieras de nosotros y no teníamos nada que hacer. Sin embargo, perdimos el tren, como siempre. Hace quince años que perdemos todo los trenes y todos los coches públicos, hagamos lo que hagamos. Es infinitamente estúpido, de un ridículo atroz, pero comienzo a creer que este mal no tiene remedio. Es una especie de graciosa fatalidad de la que somos víctimas. No hay nada que hacer. Nos ha ocurrido que nos hemos levantado a las tres de la mañana o incluso de no dormir para no perder el tren de las ocho, por ejemplo. Pues bien, querido, el fuego prendió en la chimenea en el último momento, sufrí una torcedura a mitad de camino, el vestido de Juliette se enganchó en la maleza, nos dormimos en el banco de la sala de espera sin que la llegada del tren ni los gritos del empleado nos despertara a tiempo, etc., etc. La última vez, olvidé mi monedero.
En fin, lo repito: hace quince años que esto dura y y siento que es el principio de nuestra muerte. Por su causa, tú lo sabes, lo he perdido todo, me he alejado de todo el mundo, me consideran un egoísta monstruoso y mi pobre Juliette se ve envuelta en el mismo rechazo. Desde la llegada a este maldito lugar, he faltado a setenta y cuatro entierros, doce bodas, treinta bautizos, un millar de visitas o gestiones indispensables. He dejado morir a mi suegra sin verla una sola vez, aunque ha estado enferma casi un año, y esto nos ha costado tres cuartas partes de su herencia, de las que nos privó con rabia la víspera de su fallecimiento mediante un codicilo.

No terminaría nunca si detallara la enumeración de las meteduras de pata y desgracias ocasionadas por esta increíble circunstancia de no podernos alejar nunca de Longjumeau. Para resumirlo en una frase, estamos cautivos, desde ahora privados de esperanza y vemos llegar el momento en el que esta condición de galeotes dejará de sernos insoportable..."

No reproduzco el resto en el cual mi triste amigo me confía cosas demasiado íntimas como para que las pueda publicar. Pero doy mi palabra de honor de que no era un hombre vulgar, de que fue digno de la adoración de su mujer y de que estos dos seres merecieron terminar mejor que de la forma bestial y sucia en que lo hicieron.

Ciertos detalles, que pido permiso de guardar para mi, me hacen pensar que la infortunada pareja era realmente víctima de una tenebrosa maquinación del Enemigo de los hombres, quien los condujo, con la ayuda de un notario evidentemente infernal, a ese rincón de Longjumeau de donde nada tuvo el poder de arrancarlos.
En verdad creo que no pudieron huir, que había en torno a su residencia un cerco de tropas invisibles seleccionadas a propósito para sitiarlos y a las cuales ninguna energía habría sido capaz de vencer.

***
La prueba para mí de una influencia diabólica es que los Fourmi estaban devorados por la pasión de los viajes. Estos cautivos eran, por naturaleza, esencialmente migratorios.

Antes de casarse, habían estado sedientos por recorrer el mundo. Cuando sólo eran novios, se les vio en Enghien, en Choisy-le-Roi, en Meudon, en Clamart, en Montretout. Un día, fueron hasta Saint-Germain.
En Longjumeau, que les parecía una isla de Oceanía, este ansia de audaces exploraciones, de aventuras por tierra y por mar no haría más que aumentar.

Su casa estaba repleta de globos y de planisferios, tenían atlas ingleses y alemanes. Incluso un mapa de la luna, publicado en Gotha bajo la direción de un figurón llamado Justus Perthes.

Cuando no hacían el amor, leían juntos historias de marinos famosos, de las cuales su biblioteca estaba completamente llena, y no había revista de viajes, un Tour du Monde o un Boletín de sociedad geográfica, al que no estuviesen suscritos. Mapas con recorridos de trenes y prospectos de agencias marítimas llovían sobre su domicilio sin parar.
Algo que no se creerá: sus baúles se encontraban siempre listos. Siempre estaban a punto de partir, de emprender un viaje interminable a los países más lejanos, más peligrosos o más inexplorados.

Fácilmente habré recibido cuarenta notas anunciándome la inminente salida para Borneo, Tierra del Fuego, Nueva Zelanda o Groenlandia.

Incluso muchas veces han estado a un pelo de hacerlo, en efecto; pero finalmente no partieron. Nunca partieron porque no podían y no debían. Los átomos y las moléculas se coaligaron para echarlos atrás.

Sin embargo, un día, hace una década, creyeron firmemente que escaparían. Habían logrado, contra toda esperanza, lanzarse hacia un vagón de primera clase que debía llevarlos a Versalles. ¡Liberación! Allí, sin duda, se rompería el círculo mágico.

El tren se puso en marcha, pero ellos no se movieron. Naturalmente, estaban dentro de un coche que se quedaba en la estación. Todo comenzaba de nuevo.

El único viaje al que no debían faltar era el que acababan de emprender. Su carácter bien conocido me hace creer que se prepararon temblando.

Esta traducción, realizada por José Luis Gamboa, está bajo una licencia de Creative Commons.