sábado, 28 de febrero de 2009

NO DIGAS QUE FUE UN SUEÑO




NO DIGAS QUE FUE UN SUEÑO
(Gina Martínez-Vargas Araníbar)

El otro día en un Museo de Arte vi las estilizadas figuras del Greco, yo había escapado de los antros universitarios para estar conmigo a solas, era parte de unos paseos solitarios a los que normalmente no acostumbro, pero los que sentí necesitar y desee repetir más a menudo. La amplitud del Museo, esa sensación de vació espacial, sólo iluminado por los cuadros en sus paredes me dio un frío espectral, un frío exterior que muy pronto se tradujo en un frío real e interno, cuando me sobrecogió un escalofrío que me hizo trepidar, intenté restarle importancia y quise suponer que algún virus de la gripe se estaría incubando en mis entrañas y seguí caminando; no todas esas amplias paredes estaban cubiertas de pintores clásicos y madonas italianas de claro oscuros, de apariencia solemne y respetable. Más allá estaban los abstractos, que se parecían a mi cerebro quizás algo confuso y extraño, todas esas incoherencias faltas de una lógica se fueron sucediendo más allá, inclusive las pamplinas de un Joan Miró, que parecen emular a dibujos infantiles o el desequilibrio de una infancia tardía, luego pensé —quién no ansía volver a ser niño otra vez— y lo perdoné, perdoné su incomprensible puerilidad artística, para quedar absorta con el colorido de un Paul Klee, un algo más afín con la vitalidad y el color, pero aquello que me paralizó fueron los cuadros de Fortunato Depero, sus reconstrucciones futuristas del universo, “La solidez de los caballeros errantes”, “Grattacieli e tunnel 1930”, me mantuvieron un buen tiempo absorta. Yo buscaba en el primero esas superposiciones, que parecen emerger de la figura del ser representado y expandirse hacia el cósmos, esos cuerpos sutiles que parecen representados además del caballero errante que va al galope; en el otro se veían rascacielos en una superficie dividida en dos y en la parte baja dos enormes boquetes o túneles, de aquellos que parecen inundar las ciudades y en donde parecen esconderse todos los tesoros perdidos de las urbes. Estaba en ello, cuando me acometió un segundo escalofrío que me hizo trepidar muy fuertemente, miré de soslayo a los paseantes, por temor a que notaran mis extraños temblores e intenté recomponerme haciendo acopio de energías para proseguir andando, mientras intentaba disimular un extraño malestar que parecía poseerme.

Enseguida tuve la certidumbre de que el virus del extraño mal estaba en plena actividad, noté que las piernas tenían una rara pesadez, que los músculos parecían semi entumecidos y sin ganas de movilizarse, mis ojos creyeron tener una visión a través de una pecera y un vértigo repentino me dio la sensación de estar dentro de un local en movimiento, el suelo pareció hundirse súbitamente bajo mis pies y cuando creí trastabillar por el mareo, una mano me cogió muy fuertemente del codo izquierdo y me mantuvo en pie, cerré los ojos levemente y cuando los abrí, tenía la cara pálida de una joven chica vestida de azul mirándome con atención.

—Gracias. —musité.
—Te pondrás bien, —dijo ella con energía. Y su brazo me guió sin hablar hacia una especie de asiento, un cubo de wengüe apostado en un recodo de aquella gran sala de exposiciones, donde me hizo tomar asiento con gran solicitud.
—Espérame, te traeré un café. —apuntó, mientras se iba rápidamente hacia la salida del recinto de exposiciones.

Yo había concitado algunas miradas de soslayo, curiosidad y preocupación quizás en los paseantes del Museo de Arte, los más disimulando pasividad volvieron sus miradas hacia las obras y yo, me sentí por momentos alguna exótica y no menos estrambótica obra de museo, razón por la cual me di prisa por sacar del bolso un libro, que abrí en cualquier página y simular que leía, pronto descubrí que tenía el libro del revés y lo giré, cuando pude recuperar la respiración, me puse de pie y volví a sentir el vértigo, enseguida me sentí como una niña que ha desobedecido una orden y pillada in fraganti vi venir a la dama de azul con un café en la mano, mientras me hacia ademanes de que me sentara, me senté y sentí un alivio al recibir el bendito café.

—No te levantes aún, I*…—dijo ella, llamándome por mi nombre de pila, razón por la cual le dirigí una mirada inquisitiva de sorpresa.
—¿Nos conocemos? —interrogué.
—Sí, —dijo más risueña que antes. —de la Universidad. Ambas hemos salido de allí y hemos seguido un mismo rumbo. —apuntó.

Yo que no había reparado en eso, le creí. Suelo andar muy distraida y cuando no mantengo mis diálogos mentales interiores, más propios de manicomio, mis pensamientos están seguramente muy lejos del tiempo y del espacio. Mi inconciente que aspira permanecer en soledad, sabe que transita entre una multitud de viandantes y que su vagabundear es similar al de una estrella errática, razones de más como para haber ignorado por completo a la estudiante de azul que acompañaba mis pasos hacia el Museo de Arte.

Después pude volver a casa siempre guiada por G*.. esta alumna de Universidad, quien quiso con insistente pertinacia acostarme y dejarme segura y a buen recaudo, en la seguridad de mi alcoba y mi piso de la Gran Vía Barcelonés. Quizás quise estar enferma como cuando niña, para sentirme mimada o más querida. Era mejor estar enferma de todas formas, a estar completamente lúcida. Era mejor transitar por esa especie de túneles de Fortunato Depero en el "Grattacieli e tunnel 1930", a seguir por la superficie aparentando estar a gusto con la realidad. Cuando me quedé dormida sin notarlo, G*.. estaba instalada en mi piso, trabajando en mi ordenador y hasta leyéndose todas mis antiguas cartas de amor, que aún seguían guardadas en alguna carpeta con nombre propio. Cuando la descubrí, me guiñó un ojo y me dijo:

—¡Vaya, esto es fantástico!, mejor que una novela de Jules Verne.

Seguramente le reprendí muy levemente, que se rió de mi en seguida. Yo parecía flotar en la nebulosa de cuadros de Museos de Arte, mis sueños febriles evocaban cuadros y más cuadros, los Modigliani y sus desnudos, pero me inquietaba sobremanera aquel cuadro de Picasso: “Mujeres corriendo por la playa”, que en un principio llamó: “las Gigantas”. ¿Por qué no me atormentaban las estilizadas y espirituales figuras del Greco, Por qué no, las tantas Nu, que había visto de Modigliani o las epicureas pinturas de un Renoir, por qué no las Madonas de Rafael?. Entonces creí rememorar alguna realidad pasada en el centro de mi nebulosa, que se tornó punzante y casi dolorosa al lado cordial de mi pecho, quitándome la respiración, razón por la que tuve que asomarme a la ventana y abrirla casi violentamente antes de ahogarme.

—¿Qué te pasa ahora? —interrogó ella. —¡Venga, hombre!. No digas que fue un sueño. —apuntó la “infiltrada” y nueva ocupa de mi domicilio particular.

Cuando logré respirar un poco de aire fresco descubrí que miraba la calle a través de una especie de prisma vidriado y en seguida una lágrima fue a caer a la mano, que tenía asida a la baranda del balcón.

Me quedé sin palabras. Nunca sabré si aquello fue un sueño.

Barcelona, 02 de junio de 2008